El pasado 19 de noviembre fue la fecha en que se publicó "El Ritmo de la Guerra", la cuarta entrega de "El archivo de las tormentas" el gran proyecto de Brandon Sanderson. Todavía con la resaca del lanzamiento, nos llega el avance de la novela corta secuela de Sexto del Ocaso
Ahora, gracias al increíble trabajo cosmere.es (web de referencia de todos los amantes de la obra de Sanderson) y a la gran labor de Manu Viciano (traductor de las novelas del Cosmere) podemos disfrutar de un avance de la novela corta secuela de Sexto del Ocaso que fue leído por el propio Brandon durante la fiesta de lanzamiento de "El Ritmo de la Guerra".
El avance lo podéis encontrar traducido en esta entrada de cosmere.es que fue donde se publicó originalmente, aunque también os lo transcribimos a continuación:
Introducción (por Brandon Sanderson):
Voy a leeros un fragmento de la secuela de Sexto del Ocaso, que transcurre en la era espacial del Cosmere. Encontraréis algunas cosas curiosas que no vais a ver con más profundidad hasta dentro de bastante tiempo. Así que, si teméis que esto os destripe la era espacial del Cosmere, os recomiendo esperar quince años antes de leerlo.
El siguiente fragmento todavía no es canon, porque no lo he publicado. Es perfectamente posible que en el futuro haga algunos cambios.
Pero de momento, aquí tenéis un fragmento de la secuela de Sexto del Ocaso, a la que aún no he puesto título. (No será Séptimo del Ocaso.)
Secuela de Sexto del Ocaso (spoilers importantes sobre el futuro del Cosmere)
Los Venidos de Arriba eran humanos.
Ocaso los había imaginado como unas criaturas extrañas y horrorosas, con las caras llenas de colmillos. Las ilustraciones de ellos que aparecían en los pasquines tendían a exagerar el misterio, mostrando unos seres con lóbregos agujeros donde deberían ir sus rostros, como si representaran la oscuridad del mismísimo espacio confinada de algún modo en sus extraños atuendos y cascos.
Lo cierto era que nadie había sabido cómo eran hasta aquel momento, cuando, en un intento de inspirar confianza, los dos alienígenas procedentes de otro mundo retrajeron sus cascos para dejar a la vista unas sorprendentes facciones humanas.
Ocaso dio un paso adelante en la cámara de observación, desde la que se veía la plataforma de aterrizaje. En teoría era una sala secreta, con cristal reflectante en el exterior, pero Ocaso nunca había confiado en que algo así lo ocultara. Los Venidos de Arriba tenían máquinas capaces de detectar la vida, y Ocaso sospechaba que podían verlo, o por lo menos a su aviar, por mucha barrera que hubiera en medio. Habría preferido estar fuera, en la plataforma de aterrizaje con los diplomáticos, pero supuso que ya era bastante suerte que le hubieran permitido acudir allí siquiera. Entre los políticos y los líderes de la compañía había muchos a quienes desconcertaba que Vathi siguiera confiando en Ocaso.
Los altos cargos gubernamentales que lo acompañaban en la sala dieron un respingo al ver los rostros de los alienígenas. Parecían un hombre y una mujer, con la piel muy pálida, como si nunca les hubiera dado el sol. Quizá fuese el caso, teniendo en cuenta que vivían en el vacío entre planetas. Sus cascos se retrajeron de manera automática, pero quedaron unas estilizadas partes de metal a los lados de la cabeza, que se extendían para cubrirles las mejillas. Por el aspecto que tenía el delicado metal, estriado con la forma sinusoidal de las olas, esas partes no parecían ser de armadura, sino más bien de adorno.
En el hombro de Ocaso, Sak dio un suave graznido. Ocaso miró al aviar de negro plumaje y luego paseó los ojos por la estancia, buscando su cadáver. El ave podía mostrarle atisbos del futuro, revelados como visiones de su propio cuerpo muerto. Formas en las que podía —o quizá debería— haber muerto.
Tardó un momento en vislumbrar la muerte. Estaba fuera, en la plataforma de lanzamiento. Uno de los dos alienígenas estaba pisando el cráneo de Ocaso, que tenía el rostro humeante como si lo hubiera quemado alguna terrible arma alienígena. ¿Qué significaría?
Las visiones de Sak se habían vuelto… raras desde aquel acontecimiento cinco años atrás, cuando se había activado el dispositivo alienígena en Patji. Antes de eso, ver su cadáver habría advertido a Ocaso de un peligro inmediato, como la picadura de un insecto con veneno mortal o la presencia de algún depredador oculto. Desde entonces, muchas veces los avisos eran más abstractos. Hiciera lo que hiciese Ocaso, era muy improbable que los Venidos de Arriba lo mataran ese mismo día, pero eso no significaba que fueran inofensivos ni de fiar.
—¡Hacia una nueva era de prosperidad! —exclamó uno de ellos en la plataforma, y tendió una mano hacia Vathi, que encabezaba la delegación de diplomáticos—. ¡Entre nuestros pueblos y el vuestro, presidenta!
Vathi estrechó la mano del ser, aunque Ocaso, por su parte, habría preferido coger un áspid letal. Por algún motivo, le parecía peor saber que los Venidos de Arriba eran humanos. Un monstruo alienígena, con la fisionomía de algo salido de lo más profundo del océano, de algún modo habría resultado más comprensible que aquellos humanos sonrientes. Unos rasgos familiares no deberían estar encubriendo unas ideas y unos propósitos tan ajenos. Era tan erróneo como un aviar incapaz de alzar el vuelo.
—¡Hacia la prosperidad! —respondió Vathi. Su voz era tan audible para Ocaso como si la mujer estuviera a su lado. Salía de los altavoces de la pared, unos aparatos desarrollados utilizando tecnología alienígena.
—Esto es bueno —dijo la segunda alienígena, hablando el idioma de las Islas Natales como si fuese su lengua materna—. Por fin entráis en razón. Nuestros amos no tienen una paciencia ilimitada.
—Estamos acostumbrados a los amos impacientes —repuso Vathi, con voz tranquila y confiada—. Llevamos milenios sobreviviendo a sus pruebas.
El varón se echó a reír.
—¿Vuestros amos? ¿Los dioses que son islas?
—Vosotros preparaos para acoger nuestras… instalaciones cuando regresemos, ¿de acuerdo? —dijo la mujer—. Sin máscaras, sin engaños.
Se dio un golpecito con el dedo en la sien y su casco se extendió de nuevo, ocultándole el semblante. El hombre la imitó y juntos dieron media vuelta y regresaron al interior de su elegante máquina voladora, que tenía forma de triángulo apuntado hacia el cielo. Al poco tiempo despegó y se alzó por los aires sin emitir ni el más leve sonido. Su capacidad para aterrizar y despegar desafiaba toda explicación. Lo único que el pueblo de Ocaso sabía sobre el proceso era que los Venidos de Arriba habían solicitado que la plataforma de lanzamiento estuviera hecha íntegramente de acero.
Se suponía que la nave pequeña terminaría llegando a la más grande, situada en órbita alrededor del planeta. Una nave que superaba en tamaño incluso al mastodonte a vapor más enorme de los que utilizaba el pueblo de Ocaso allí, en Primero del Sol. Ocaso apenas había empezado a acostumbrarse a aquellas creaciones y ya iba a tener que habituarse a cosas nuevas. La apacible luz eléctrica, el zumbido de un ventilador alimentado por energía alienígena. Los Venidos de Arriba disponían de una tecnología tan avanzada, tan increíble, que era como si Ocaso y los suyos siguieran viajando en canoas como sus antepasados. Estaban mucho más cerca de aquellos días que de navegar entre las estrellas como hacían los alienígenas.
Cuando la nave se hubo perdido de vista en el cielo, los generales y sus oficiales de la compañía empezaron a charlar entre ellos, animados. Hablar era lo que más les gustaba hacer. Eran como aviares que volvían a casa con la última luz del atardecer, ansiosos por explicar a los demás qué gusanos se habían comido.
Sak se acercó a su mano y luego picoteó la cinta que mantenía el oscuro cabello de Ocaso recogido en una coleta. La pobre quería esconderse, aunque ya no fuese una polluela capaz de acurrucarse en su pelo como antes. Sak era ya tan grande como su cabeza, aunque Ocaso estaba cómodo, acostumbrado a su peso, y llevaba una hombrera a la que las garras de Sak podían aferrarse sin hacerle daño. Levantó la mano y dobló el dedo índice, invitándola a estirar el cuello para que se lo rascara. La aviar lo estiró, pero Ocaso hizo un mal gesto y ella le graznó y le picó el dedo, molesta. Estaba gruñona, como siempre, y la verdad era que él se sentía igual. Vathi le había dicho que era porque la vida de ciudad no estaba hecha para él. Pero Ocaso pensaba que se debía a otra cosa. Habían pasado dos años desde que Kokerlii enfermara y muriera. Sin aquel extravagante bufón parloteando y metiendo el pico por todas partes, los dos se habían vuelto unos viejos amargados.
Sak había estado a punto de morir por la misma enfermedad. Y luego había llegado la medicina alienígena de los Venidos de Arriba. La terrible peste aviar, que había hecho estragos en la población varias veces en el pasado, había quedado sofocada en cuestión de semanas. Desaparecida, aniquilada, tan fácil como atar un doble nudo.
Ocaso hizo caso omiso a los generales y sus conversaciones y al final consiguió que Sak se dejara rascar la cabeza mientras esperaban. Aquella vida nueva en la ciudad moderna, llena de máquinas y de gente con ropajes tan coloridos como cualquier plumaje, parecía demasiado higienizada. No limpia, porque las máquinas de vapor eran todo menos limpias, pero sí artificial, deliberada, recluida. Aquella sala, con sus maderas suaves y sus vigas de acero, era un ejemplo perfecto. Allí la naturaleza quedaba limitada a los brazos de una butaca, en los que hasta el grano de la madera estaba manipulado para resultar agradable a la vista.
Con la llegada de los Venidos de Arriba y sus costumbres, Ocaso dudaba que pronto fuese a quedar algo de tierra salvaje en el planeta. Parques, tal vez. Reservas. Pero no se podía encajonar la tierra salvaje, igual que era imposible capturar el viento. Se podía encerrar el aire, pero no era lo mismo.
Al cabo de poco tiempo se abrió la puerta y entró Vathi en persona, con su aviar posado en el hombro. Vathi había medrado mucho en los últimos años. Era la presidenta de la compañía y se contaba entre los políticos más poderosos de la ciudad. Llevaba una falda a rayas de colores de estilo antiguo, pero blusa y chaqueta formales. Como de costumbre, ponía el mismo empeño en todo, ropa incluida, para acercar las antiguas costumbres a las nuevas. Ocaso no estaba nada convencido de que pudiera atraparse la tradición tejiendo sus adornos en una falda, no más de lo que podía enjaularse el viento. Pero apreciaba el esfuerzo de todos modos.
—En fin —dijo Vathi al grupo de oficiales—, tenemos tres meses. Pero no van a tolerar ningún retraso más. ¿Ideas?
Todo el mundo tenía alguna. Maneras de seguir postergando aquello. Planes para fingir ignorancia de la fecha límite, o para simular que había fallado algo en la entrega de aviares. Pequeñas tretas, bobadas. Los Venidos de Arriba no se dejarían retrasar en esa ocasión, y no se contentarían comerciando con aves a capricho de los habitantes de las Islas Natales. Los alienígenas pretendían establecer una planta de producción en alguna de las Islas Exteriores y empezar a criar y exportar sus propios aviares.
—Quizá podríamos resistirnos de alguna manera —aventuró Tuli, estratega de la compañía, que tenía un colorido aviar de la misma raza que Kokerlii—. Podríamos simular un golpe de estado y derrocar el gobierno. Obligar a los Venidos de Arriba a tratar con una organización nueva. Reiniciar las conversaciones.
Era una idea atrevida. Mucho más radical que las demás.
—¿Y si deciden conquistarnos sin más? —preguntó Segundo de Retoños, golpeteando un montón de papeles que sostenía con la otra mano—. Tendríais que ver estas estimaciones. ¡No podemos combatirlos! Si los matemáticos están en lo cierto, ¡las naves orbitales podrían reducir a escombros hasta nuestras ciudades más grandes con un par de disparos de nada! Si los Venidos de Arriba se aburren, podrían eliminarnos de una docena de formas más interesantes, como disparar al océano para que las olas destruyan toda nuestra infraestructura.
—No atacarán —objetó Vathi—. Han pasado más de seis años y han soportado nuestras excusas solo con amenazas. Ahí fuera, en el espacio, hay normas que les impiden conquistarnos sin más.
—Ya nos han conquistado —dijo Ocaso en voz baja.
Era extraño lo rápido que los demás callaban cuando él abría la boca. Se quejaban de su presencia en aquel tipo de reuniones. Lo consideraban un salvaje, carente de modales. Afirmaban aborrecer cómo se limitaba a observarlos, cómo se negaba a participar en sus conversaciones. Pero cuando Ocaso hablaba, lo escuchaban. Las palabras tenían su propia economía, igual que el oro. Las que más escaseaban eran las que, en secreto, todo el mundo anhelaba.
—Ocaso —dijo Vathi—, ¿podrías repetir eso?
—Ya estamos conquistados —respondió él, dando la espalda a la ventana para contemplarla. Los demás le traían sin cuidado. Pero Vathi no solo se quedaba callada al oírlo hablar, sino que también prestaba atención a sus palabras—. La peste que se llevó a Kokerlii. ¿Cuánto tiempo pasaron cruzados de brazos ahí arriba en su nave, viendo morir a nuestros aviares?
—No tenían la medicina a mano —dijo Tercero de Olas, el oficial de industria médica de la compañía, un hombre bajito con un aviar rojo brillante que le permitía distinguir colores invisibles para los demás—. No les quedó más remedio que esperar a que se la trajeran.
Ocaso se quedó callado.
—Estás insinuando —dijo Vathi— que esperaron a propósito a que hubieran muerto aviares antes de darnos la medicina. ¿Qué pruebas tienes de eso?
—El apagón del mes pasado —respondió Ocaso.
Los Venidos de Arriba habían compartido sin reparos sus tecnologías más cotidianas. Luces que ardían frías y sin fallos. Ventiladores que hacían circular el aire en los sofocantes veranos de las Islas Natales. Barcos capaces de desarrollar varias veces la velocidad de los alimentados por vapor. Pero todas esas cosas funcionaban gracias a fuentes de energía que les suministraban los propios Venidos de Arriba, y esas fuentes de energía se desactivaban si alguien las abría.
—Sus piscifactorías son una bendición para nuestros océanos —dijo la ministra de abastecimiento de la compañía—. Pero sin los nutrientes que nos venden los Venidos de Arriba, no podríamos mantenerlas en marcha.
—Su medicina tiene un valor incalculable —aportó Tercero de Olas—. La tasa de mortalidad ha caído en picado. Miles de los nuestros siguen con vida gracias a lo que hemos obtenido comerciando con los Venidos de Arriba.
—Cuando se retrasaron con la última entrega de energía el mes pasado —dijo Ocaso—, la ciudad se quedó casi paralizada. Y sabemos que fue un acto intencionado, por los comentarios que se filtraron por accidente. Querían que fuéramos conscientes de su poder. Volverán a hacerlo.
Se quedaron todos callados, pensativos, como Ocaso desearía que hiciesen más a menudo.
Sak graznó de nuevo y Ocaso miró hacia la plataforma de lanzamiento. Su cadáver seguía allí fuera, tendido en el lugar desde el que habían despegado los Venidos de Arriba, abrasado y marchito.
—Haced pasar al otro alienígena —ordenó Vathi a los guardias.
Los dos hombres que estaban en la puerta, con aviares de seguridad en los hombros y plumas en sus cascos militares, salieron al exterior. Regresaron al cabo de un momento acompañados de una figura extraña, increíble. Los otros alienígenas llevaban uniformes y cascos: una ropa ajena, pero aun así reconocible. Aquella criatura medía dos metros quince y estaba recubierta por completo de acero. Su armadura tenía un diseño futurista, lisa y brillante, con una suave luz entre violeta y azul emanando de las juntas. El yelmo tenía un visor alargado que también brillaba, y en el peto había grabado un símbolo arcano que a Ocaso le recordó un poco a un ave en pleno vuelo.
El suelo tembló con las pisadas de aquel ser al entrar en la sala. Su armadura era surrealista: parecía hecha de láminas encajadas entre sí, pero que de algún modo no dejaban huecos visibles entre ellas. Eran solo capas de metal, que lo cubrían todo desde los dedos hasta el cuello. Saltaba a la vista que era hermética, y tenía un aspecto redondeado. Unos tubos rígidos de hierro conectaban el yelmo con el resto de la armadura.
Quizá los otros alienígenas pareciesen humanos, pero Ocaso estaba seguro de que aquel era un ser aterrador. Era demasiado alto, demasiado imponente, para ser un mero humano. Quizá Ocaso no estuviera mirando a un hombre en absoluto, sino a una máquina capaz de hablar como uno.
—¿No les han dicho que nos conocemos? —preguntó el alienígena, proyectando una voz masculina por unos altavoces en la parte delantera del yelmo. La voz tenía un timbre ultraterreno, no un acento como el que podría esperarse de alguien procedente de una isla lejana, sino una especie de… aire antinatural.
—No —dijo Vathi—. Pero tenía usted razón. Han hecho caso omiso a todas mis propuestas, como si el trato ya estuviese cerrado. Pretenden establecer sus propias instalaciones en una isla.
—Tienen ustedes una sola gema con la que negociar, pueblo de las islas —dijo el alienígena—. No pueden retenerla. Solo les queda decidir a quién se la ofrecerán. Si no aceptan mi protección, se convertirán en vasallos de esos Venidos de Arriba. Su planeta pasará a ser un puesto de producción, como muchos otros, destinado a alimentar sus intentos de expansión. Les arrebatarán sus aves en el momento en que sea posible hacerlo.
—¿Y usted nos ofrece algo mejor? —preguntó Vathi.
—Mi gente les devolverá una de cada cien aves que nazcan —respondió la figura blindada—, y les permitiremos luchar a nuestro lado, si lo desean, a cambio de estatus y prestigio.
—¿Una de cada cien? —dijo Segundo de Retoños, en un estallido que perturbó a su aviar gris y marrón—. ¡Eso es un robo!
—Escojan. Cooperación, esclavitud o muerte.
—¿Y si escojo no dejarme amedrentar? —restalló Retoños, llevando la mano a un lado, quizá sin darse cuenta, hacia la pistola de repetición que llevaba en una funda.
El alienígena estiró el brazo envuelto en armadura y de la nada surgió un humo, o una neblina, que cobró la forma de un arma. Era más larga que una pistola pero más corta que un fusil, con una forma perversa y una especie de alas de metal que fluían a lo largo de sus dos lados. Era a la pistola de Retoños lo mismo que una bestia sombría de las profundidades oceánicas en comparación con un pececillo de río. El alienígena levantó la otra mano y encajó una caja pequeña, quizá una fuente de energía, en un lateral del fusil, haciendo que emitiera un resplandor ominoso.
—Explíqueme, presidenta —dijo el alienígena a Vathi—, ¿cuáles son sus leyes en lo relativo a las amenazas a mi vida? ¿Dispongo de justificación legal para disparar a este hombre?
—No —respondió Vathi, con firmeza aunque se le notara un temblor en la voz—. No puede hacerlo.
—No me gustan los juegos —dijo el alienígena—. No danzaré con palabras como hacen los demás. O aceptan mi oferta o la rechazan. En el segundo caso, si deciden unirse a ellos, estaré en mi derecho de considerarlos mis enemigos.
La sala quedó en silencio mientras Retoños apartaba la mano con cautela de su arma.
—No les envidio la decisión que deben tomar —dijo el alienígena blindado—. Han sido arrojados a un conflicto que no comprenden. Pero al igual que un niño que se descubre en plena zona de guerra, tendrán que escoger en qué dirección correr. Volveré aquí dentro de un mes, tiempo local.
La parte coloreada de la armadura del ser empezó a brillar más, en un tono violeta oscuro que parecía demasiado acogedor para provenir de una criatura tan extraña. Se elevó en el aire unos centímetros y por fin sacó la caja de energía de su fusil, que al soltarlo se desvaneció en una bocanada de niebla. Se marchó sin decir nada más, levitando pasillo arriba entre los guardias, que se apartaron sin impedirle el paso.
Aquel alienígena había llegado sin nave alguna, y no parecía necesitarla para viajar entre las estrellas. Había descendido volando del cielo gracias, suponían, al poder de su extraña y portentosa armadura.
Cuando se hubo marchado, los dos guardias regresaron a sus puestos junto a la puerta, sosteniendo sus fusiles con actitud avergonzada. Sabían, igual que los demás ocupantes en la sala, que no había guardia capaz de detener a una criatura como esa si decidía matar.
Vathi acercó una butaca a la pequeña mesa que había en la sala y se desplomó en ella despatarrada, mientras su aviar pasaba con angustia por su espalda de un hombro al otro.
—Se acabó —susurró—. Este es nuestro destino. Estamos atrapados entre la ola del océano y la piedra quebradiza.
El trabajo la había envejecido. Ocaso echaba de menos a la mujer que había estado tan llena de vida y de optimismo por los avances del futuro. Por desgracia, Vathi tenía razón. ¿Para qué andarse con aforismos sin sentido? Además, Vathi no había hecho ninguna pregunta, de modo que Ocaso no respondió.
Sak trinó. Y apareció un cadáver en la mesa delante de Vathi. Ocaso frunció el ceño. Y entonces lo frunció más, porque el cadáver no era de él.
En todo el tiempo que llevaba vinculado con Sak, el ave jamás le había mostrado nada que no fuese su propio cuerpo sin vida. Incluso durante aquella época tan peligrosa hacía unos años, cuando las capacidades de Sak se habían vuelto erráticas, había enseñado a Ocaso su propio cadáver, aunque fueran varias copias de él. Cruzó la sala y Vathi alzó la mirada hacia él, con expresión de alivio, como si esperara que Ocaso se opusiese a ella. Luego arrugó la frente, al ver que él no le hacía mucho caso y fijaba la mirada en el cuerpo de la mesa.
Era una mujer. Muy mayor. Pelo largo que había encanecido. El cadáver llevaba un uniforme extraño al estilo de los Venidos de Arriba. Insignias de reconocimiento en el bolsillo del pecho, pero con escritura en otro idioma.
«Es ella —pensó, estudiando el rostro envejecido—. Es Vathi. Unos cuarenta años en el futuro. Muerta, y vestida para el funeral.»
—¿Ocaso? —preguntó la Vathi viva—. ¿Qué estás viendo?
—Cadáver —dijo Ocaso, despertando murmullos en la sala. Los incomodaba el poder de Sak, que era único entre los aviares.
—Estás siendo de lo más descriptivo, Ocaso —repuso Vathi—. Cualquiera diría que, después de cinco años, habrías aprendido ya a responder con más de una palabra cuando alguien te habla.
Él gruñó y echó a andar rodeando la visión del cadáver. La mujer muerta sostenía algo en las manos. ¿Qué era?
—Cadáver —repitió, y entonces miró a los ojos a la Vathi viva—. El tuyo.
—¿El mío? —dijo Vathi, levantándose. Miró hacia Sak, que se había acurrucado en el hombro de Ocaso, con las plumas encogidas—. ¿Por qué? ¿Tu aviar había hecho alguna vez algo como esto?
Ocaso negó con la cabeza, terminando de rodear el cadáver.
—El cuerpo va de uniforme. Suyo, de los Venidos de Arriba. Hay símbolos en algunas insignias y galones. Parece preparado para un entierro en el mar. No sé leer la escritura alienígena.
Una general se apresuró a acercarle papel y pluma. Cuando se lo hubo entregado, la general se apartó, mirando la mesa como a una quijanoche dispuesta a atacar.
Ocaso copió las letras de la insignia que más destacaba en el uniforme.
—Vathi —leyó la ministra de abastecimiento—. Gobernadora colonial del planeta ocupado Primero del Sol.
Todos los ojos de la estancia se volvieron hacia Vathi. Todos menos los de Ocaso. Él ya sabía qué expresión habría en sus rasgos, así que siguió escribiendo y luego dio un codazo a la ministra de abastecimiento.
—Parece una medalla al valor —dijo la mujer—, por sofocar algo llamado la Rebelión del Año Cinco. Las demás son parecidas.
Ocaso asintió con la cabeza. Si aquello era un vistazo al futuro, revelaba lo que sería Vathi cuando muriera: una sierva de los Venidos de Arriba, que al parecer había vuelto el ejército de su pueblo contra los rebeldes opositores.
Bueno, tenía sentido. Asintió para sí mismo e intentó mirar más de cerca lo que estaba sosteniendo el cadáver. Un disco pequeño, una moneda de algún tipo, con un dibujo.
—Ocaso, no pareces tan espantado como deberías —le dijo la Vathi viva.
—¿Por qué iba a espantarme? —replicó él—. Esto tiene sentido. Es lo que tú harías. Probablemente lo que vas a hacer.
—No soy una traidora —dijo ella.
Ocaso no respondió. No había sido una pregunta, aunque sí una afirmación errónea.
—Dejadnos, por favor —dijo Vathi a los demás—. Ya hablaremos después de esta «profecía». Ahora necesito consultar con el trampero.
No les hizo gracia. Nunca les hacía gracia que Vathi escuchara a Ocaso. Quizá lo comprenderían si ellos mismos escuchasen más. Aun así, desfilaron hacia fuera como ella quería, dejando solos a dos humanos y dos aviares. El ave de Vathi, Maris, se encorvó y alzó las alas sin apartar la mirada de la mesa. Daba la impresión de que podía sentir lo que estaba haciendo Sak. Qué curioso.
—Ocaso —dijo Vathi—, ¿por qué crees que hago estas cosas?
—Progreso. Es lo tuyo.
—El progreso no vale la sangre de mi gente.
—El progreso llegará de todas formas —dijo Ocaso—. El crepúsculo ya pasó. Esto es la noche. Pretenderás buscar un nuevo amanecer y hacer lo necesario para guiarnos hasta él. —La miró e intentó sonreír—. Y hay sabiduría en ello, Vathi. Es lo que me enseñaste hace tantos años.
Vathi se envolvió con los brazos, contemplando la mesa.
—¿Ocurrirá sin remedio?
—No. Yo no estoy muerto, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
—Quiero una salida, Ocaso. Una forma de resistirnos a ellos, algo. Una manera de controlar nuestro propio destino. Ambos están seguros de tenernos en su poder. ¡Qué no daría yo por ser capaz de sorprenderlos!
—Tienes algo en las manos —dijo Ocaso, agachándose—. Una moneda. Grande. Quizá un medallón. No es dinero. Tiene un grabado de un hombre en canoa, vestido con plumas y levantando una tabla con dibujos ondulados. ¿Algún tipo de trampero?
—Décimo el Descubridor —respondió ella, y frunció el ceño—. ¡Venga ya, Ocaso! ¡Es uno de los tramperos y exploradores más famosos de la historia!
—Mi mentor no me habló de él.
—¡Podrías leer algún libro o algo! El pasado es importante.
—Si fuese importante, mi mentor lo habría mencionado. Por tanto, ese hombre no debe de ser importante.
Vathi puso los ojos en blanco.
—Fue la primera persona que exploró Patji.
—Entonces seguro que tardó poco en morir —dijo Ocaso, asintiendo—. Si fue el primero, no podía saber gran cosa. Los primeros exploradores eran estúpidos. No por culpa suya, sino solo porque aún no tenían experiencia.
La miró enarcando una ceja.
—Desapareció en su segunda excursión allí —reconoció ella—. Pero todavía utilizamos varias rutas de exploración y canales de transporte suyos para llegar a las islas del Panteón. Fue alguien importante.
Ocaso no respondió, porque ¿para qué contradecirla? A Vathi le gustaba creer en aquello, y siempre parecía apreciar las historias de antiguos tramperos. Se consideraba una trampera aficionada, incluso entonces, a pesar de que había estado entre quienes acabaron con la profesión en sí.
Mientras Ocaso miraba el medallón, la visión por fin se deshizo. Sak pió, como disculpándose, y Ocaso vio que al ave empezaban a pesarle los párpados, como si estuviera agotada.
—Voy a estudiar la posibilidad de dimitir —dijo Vathi—. Sería absurdo organizar un golpe de estado falso, pero a lo mejor mi marcha provoca una agitación política que nos sirve de excusa para posponer las negociaciones. Además, así no estaría en una posición desde la que pueda hacer daño.
Ocaso asintió. Pero entonces empezó a notarse cada vez más incómodo. Por una vez, descubrió que no podía quedarse callado. Miró a la mujer.
—Otra persona lo hará peor, Vathi. Otra persona causará más muertes. Eres mejor que cualquier otro.
—¿Estás seguro?
—No. —¿Cómo iba a estarlo? No podía ver el futuro como Sak. Aun así, se acuclilló junto a la butaca de Vathi y extendió la mano hacia ella. Vathi la agarró y la retuvo con firmeza. Ocaso asintió mirándola—. Eres más fuerte que nadie que conozca, pero solo eres una persona. Hace cinco años aprendí que a veces una sola persona no puede resistir la marea.
—Entonces, no hay esperanza.
—Claro que la hay. Debemos ser más de una persona. Tenemos que buscar aliados, Vathi. Han venido dos pueblos distintos a intimidarnos, a exigir que les entreguemos nuestros recursos. Tiene que haber otros. Quizá algunos que sean débiles como nosotros, pero con quienes podamos ser fuertes juntos. Un trampero no puede luchar solo contra una sombra, pero un barco de guerra con su tripulación completa… ya es otra cosa.
—¿Cómo vamos a encontrar a nadie más, Ocaso? Los Venidos de Arriba nos han prohibido salir del planeta. Aún nos faltan décadas, quizá siglos, para poder construir máquinas voladoras.
—Entraré en la Oscuridad —dijo él.
Vathi lo miró a los ojos. Aunque se había opuesto todas las veces que Ocaso había sugerido algo parecido, en esa ocasión calló. En algunas cosas, se había vuelto más como él, y él más como ella. Vathi le había hecho creer que podrían adaptarse al futuro. Ocaso tenía que hacerle creer a ella que él podía ayudar.
—Ya hemos enviado tripulaciones enteras a la Oscuridad, Ocaso —dijo Vathi—. Científicos, soldados.
—Ningún trampero.
—Pues no.
—Iré yo —dijo él—. Buscaré ayuda.
—¿Y si fracasas?
—Entonces moriré. Igual que ese explorador tuyo. Décimo el Descubridor, lo has llamado, ¿verdad? —Ocaso se tocó la frente y luego apretó el dedo contra el de ella—. Renuncié a Patji por el planeta, Vathi, pero no entregaré el planeta a esa gente de las estrellas, por muy estupendas que sean sus armas o increíbles sus maravillas.
—Reuniré un equipo que te acompañe. Guardias, una tripulación… —Vathi cruzó la mirada con él—. Vas a empeñarte en ir tú solo, ¿verdad? —Al ver que Ocaso asentía, exclamó—: ¡Pero qué tonto eres!
Ocaso no respondió, porque quizá Vathi estuviera en lo cierto. Pero iba a ir de todos modos.
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